La naturaleza del amor, resistencia subversiva.

A ti mi Chari, quien da las razones para pensar que el amor me salva
hasta del mismo destino ineluctable de la muerte, te amo.
El poder está en el origen mismo de la humanidad, si entendemos a éste como la capacidad de un individuo o grupo para imponer por la fuerza física y simbólica los deseos de cualquier clase a otro individuo o grupo, por encima de la voluntad de éstos. Sabremos ya que esta acción surge incluso desde los relatos míticos originarios del hombre de todas las cosmovisiones culturales. De Zeus a la religión judeocristiana, de los antiguos primeros pobladores a las culturas prehispánicas, la tierra misma, el hombre y la vida han sido producto de la rebelión de un ente menor en la jerarquía de las divinidades ante uno de omnipotencia extrema, rebelión en aras de un místico orden de las cosas para dar forma a un universo armónico; en esencia, los dioses, productos de la humanidad, son un reflejo de las mismas veleidades, envidias y bajas pasiones de los hombres. ¿Podemos imaginar comportamientos más impunes, que el de Zeus y su posesión mediante argucias de Dánae -recordemos que toma forma de lluvia de oro-, y luego la sobreprotección paternal al producto de esta unión, Perseo? O bien, ¿Iahvé, poniéndose a jugar apuestas con el diablo para probar el amor de Job a este dios inmisericorde y caprichoso?
De tal manera el poder, esta representación simbólica y metafórica en el sentido literario, permea los ánimos de todos los humanos de todas las eras históricas, pero habría de preguntarse, ¿De dónde surge el poder? O mejor planteada, ¿Cuál es la fuente de esta especie de artilugio alquímico que derrumba imperios, prostituye mártires, entroniza a estúpidos, asesina y despeña las mejores almas humanas? La respuesta, pienso, se encuentra en dos vertientes, volvemos a los mitos para explicar esta primera forma. Prometeo, titán considerado amigo de los mortales, roba el fuego de los dioses para darlo a los humanos, por dicha afrenta, es condenado a ser sujetado a una roca, donde cada día serán devoradas sus entrañas por un águila y por la noche se regenerarán para ser de nuevo laceradas al día siguiente, todo hasta el infinito. Abundando en estos ejemplos, revisemos el de Adán y Eva, plácidos habitantes del Edén, vivían cual chiquillos despreocupados, este estado de gracia sería permanente si seguían un único orden normativo dictado por el mismísimo y omnipotente Dios: jamás comer el fruto del árbol del bien y del mal, el árbol de la ciencia. Castigo mediante, esta orden fue seguida hasta que Eva comió del fruto prohibido, para condenar a los hombres a trabajar para ganar el pan con el sudor de su frente y a las mujeres a dar vida con frenéticos dolores, vaya castigo.
Estas dos alegorías, son una invención literaria que ejemplifican el simbolismo del poder, en ambos tenemos un bien etéreo, poseído y usufructuado por los dioses, el fuego, el bien y el mal, metáfora del saber, del conocimiento, de la ciencia, de aquí la primera y más temible fuente del poder, el conocimiento, una serie de códigos ciertos, míticos, místicos, protocientíficos, originarios y ancestrales que dan el carácter omnipotente a dios, su carácter divino y, por ende, su potestad sobre los humanos se basa en este conocimiento de lo desconocido para nosotros simples mortales, el conocimiento, en su más amplia acepción es la primer fuente simbólica del poder.
El segunda origen, tiene que ver más que nada con la simple naturaleza humana más animal, la necesidad de crear y engendrar progenie, la necesidad de conservar la especie y de ahí la lucha descarnada para que el más apto pueda adaptarse de mejor manera al medio ambiente y sobrevivir, dando lugar a mejoras cualitativas en el género humano, darwinismo simple y llano.
Para este momento tenemos un panorama general del poder y sus fuentes, un esbozo breve de definición, pero ahondando en ello, utilicemos, para mayor precisión la que elabora Weber: “Poder es la capacidad de predecir de la manera más exacta posible el comportamiento del otro”. Esta capacidad está basada en el conocimiento, en la imaginación, en el trucar la percepción de los hombres, la alegoría de la Caverna platónica en escala superlativa, el poder juega con espejos para que los hombres lo perciban más grande de lo que es; más enérgico, a pesar de su naturaleza endeble, más voraz a pesar de su inapetencia senil.
Ahora bien si el poder, con toda su voluntad aplastante, su violencia, control y sus taumaturgos procaces se basa en un símbolo, otro símbolo, arquetipo de bondad logrará, sino contrarrestar sus efectos avasallantes, sí matizar y en ocasiones atenuar esta sinrazón loca. Esta metáfora, transgresora como la define Octavio Paz, es el amor.
El poder y el amor, casi en una dualidad, tocan sus extremos, serpiente que trata de devorar su propia cola, círculo infinito de relaciones. El poder y el amor obnubilan, ciegan la razón, dan ojos al alma, en el primero ojos hipócritas que atisban conspiraciones, el segundo, provee de ojos al alma para mirar lo esencial, lo bello lo hermoso. Poder y amor potencian, el primero echa a andar los más perversos engranajes del alma, el segundo la maquinaria que genera lo bueno, lo heroico, lo sublime. Poder y amor apelan, el primero a magnificar su capacidad a costa incluso de la vida de los otros, mata para perpetuarse, el segundo a acrecentar su capacidad de vida, a expresar lo bello de la entrega, no destruye, hace nacer, renacer y renovarse hasta lo exangüe, crea vida para eternizarse. Poder y amor seducen, atraen, el primero ególatra onanismo que vuelve tirano al esteta, el segundo encuentro pleno de un nosotros que vuelve príncipe al contrahecho.
Pero la naturaleza humana se empeña en contradecir la evidente humanidad del amor y eleva el valor del poder. Mientras el poder se torna un sistema de suma cero, el amor es potencia geométrica que jamás hace perder, pues nunca hay ganadores ni vencidos.
En la República de Platón, Trasímaco y Sócrates, discuten sobre el gobierno, la virtud, como en todos los actos de la cultura griega, debe regir los hechos y las decisiones del hombre, pero ante el argumento socrático: “El hombre de bien gobierna para evitar el gobierno del perverso”, se antepone una realidad que Trasímaco define: “el hombre que gobierna es justo en tanto sus actos sean los más convenientes para el más fuerte”. Esta casi infalible tendencia del hombre hacia el mal, se puede encontrar a lo largo del devenir de la humanidad.
El poder embriaga más allá de la razón y la virtud, el holocausto judío, la noche de los machetes en Ruanda, el Khmer Rojo, Irak, el Apartheid, etc. Si bien la virtud griega está lejos de nosotros como ellos mismos en el tiempo, nuestra época fue bien prefigurada en el Renacimiento, Maquiavelo ya no se cuestiona sobre la virtud del Príncipe sino define un cinismo rampante que hará de la política el escenario de la simulación, la mentira, la cruda realidad. Nunca menciona: el fin justifica los medios, pero de alguna manera la Real Politik existe ya. Pero una vez más contrastemos al poder y al amor en un contexto histórico definido, mientras el renacimiento artístico se vuelca en multicolores expresiones de arte, el renacimiento en términos políticos se vuelve un recetario de cómo gobernar sin perecer en el intento, ars longa vita brevis.
Entonces, llega el momento de preguntar ¿Si el poder tiende hacia el mal, o mejor dicho, si el poder hace que el hombre tienda hacia el mal?, y si esto es cierto, ¿el ser humano es un ser malvado y perverso por naturaleza, y los actos de bondad sólo son actos de redención más allá de algo cualitativamente significativo para la humanidad?
Pensemos en el jus naturalism y en el idílico principio de los tiempos, el estado natural. Podemos reflexionar de ambos conceptos que el ser humano adquiere ciertos derechos con el sólo acto de nacer y que además hubo un momento donde no había nada, ni leyes, ni jerarquías, entonces dónde está el origen de la perversión, los humanos no somos intrínsecamente buenos ni malos, somos la suma de arquetipos, genética, evolución, sistemas socio-económicos, religión, etc. De tal manera que el poder sólo vence, doblega y hegemoniza, como dijimos al principio en base a su representación simbólica, ¿qué es el rey, presuntuoso de su boato, al momento de caminar desnudo ante sus súbditos? ¿Qué es Jesucristo sin el grandilocuente acto de entregar su vida en aras de salvar de todos los pecados a la humanidad? ¿Qué es Hitler, Himmler o Goebels sin la religiosa feligresía que los seguía estúpidamente? Nada, sólo serían charlatanes intrascendentes, el poder necesita del reflejo simbólico en el otro para ejercerse, el miedo es al monstruo desconocido, Leviatán no es tan horripilante es sólo una sombra chinesca que nos espanta.
Así como Freud se pregunta en el malestar en la cultura, dónde el hombre decide optar por el trabajo (Tanatos) ante el placer (eros), debemos preguntarnos, asimismo, dónde el hombre optó por el poder en lugar del amor, desmembrar el poder simbólico es obra de la imaginación, pero se tiene un aliado, el amor, pues genera solidaridad, tolerancia, comprensión, empatía.
El poder sólo es el oropel de la estupidez, el amor es la poesía transfigurada en acto de entrega, si lo simbólico entroniza al poder, luchemos contra él con la fuerza simbólica del amor, nada nos salvará como el amor y, el poder no podrá regir lo que es etéreo, los sentimientos de una humanidad presurosa y olvidadiza, que en su origen logró la sobrevivencia de toda nuestra especie en actos primitivos que en la bruma del tiempo los podríamos llamar como amorosos, actos amorosos que ante el embate de la naturaleza y ante la evidente debilidad fenotípica del homínido, se convierten en el relato de una épica batalla de supervivencia, siendo así la única posibilidad de conservación de la especie y no está en el poder que divide y reduce sin remedio, sino en el amor que multiplica en la época donde la escasez de todo bien es evidente, sólo el amor consigue encender lo bueno, desde siempre.
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