Ahí vienen los muertos otra vez.

A ti María del Rosario, porque sea para siempre amor.
Especialmente con cariño a Sergio.
Y a todos mis muertos, siempre los recordaré.
Y el día empieza con un vientecillo que baja de las montañas del Ajusco, aire límpido que transparenta las nubes y devela ese cielo azul, propio de los últimos días de octubre. Es 31, víspera tranquila de la marcha de regreso de nuestros muertos a este espacio breve de la vida, llegan guiados por el aroma peculiar del cempazúchitl, por el humo dulzón del incienso y el copal, por la luz votiva que ilumina el camino del Mictlán a nuestras tierras.
Primero, van gateando, titubeantes en sus primeros pasos, “todos los santos”, aquello niños que no fueron por mucho tiempo en la vida, llegan a tocar con mano atérida el juguete entrañable, a probar el agradable sabor de sus golosinas. Se reúnen festivos, con su infante inocencia, a gozar de este recuerdo de los que nos quedamos sin volver a mirar su sonrisa.
Luego llegarán los fieles difuntos, a embriagarse por un fugaz momento, a empacharse de mole, tamales, calabaza, a fumarse un cigarrito, a constatar que los vivos no podemos más que llevarlos inolvidables en el recuerdo, única forma humana de ser inmortal.
Estos días de muertos se vuelven nostálgicos, con su sol oblicuo en el firmamento, con sus noches prematuras, con los colores y sabores de la ofrenda, con su tacto a viejo, con sus leyendas de aparecidos y lastimeras ánimas que rumian sus penas.
Y es que el mexicano convive despreocupado a diario con la muerte, esta cotidiana coexistencia milenaria, nos hace su amigo, nos rozamos sin desdén, concientes de nuestra efímera existencia. Nuestros antiguos mexicanos entendieron desde entonces este cohabitar perpetuo, este soplo divino que algún día, sin más, nos dejará sin aliento, inánimes, muertos. Sin embargo, tercos, nos burlamos de nuestra muerte chiquita, que ahí a nuestro lado izquierdo nos reserva, mujer tenía que ser, el secreto de nuestra partida. Y se deja dibujar muy catrina la parca, juguetona, al fin, sabedora de su poder, se deja vestir chuscamente, total, ella siempre tendrá la última palabra.
No sin sorna, pero con el debido respeto, José Guadalupe Posada, la representó con tal fuerza satírica, que la risa nos hace doblarnos al verla, más de nervios y temor que de burla o alegría. Graciosa de cierta manera, la calaca se presta al juego, pues como escribía Netzahualcóyotl: “Meditadlo señores águilas y tigres, aunque fuerais de jade, aunque fuerais de oro, también allá iréis, al lugar de los descansos”.
No en balde una eternidad de vagar por la tierra, nuestra perpetua desvalidez ante su voluntad, un sempiterno atestiguar nuestros males y miserias, nuestras ambiciones banales, nuestras grandilocuentes abyecciones, la muerte se asume pareja, equitativa, totalmente democrática.
Infalible, en cama de seda o en jacal de tierra, nos acompaña en cada uno de nuestros momentos, de nuestro primer alarido natal, al primer amor, de nuestro primer regocijo al último suspiro. “¡Qué prueba de la existencia habrá mayor que la suerte de estar viviendo sin verte y muriendo en tu presencia!”, dijo Xavier Villaurrutia, como dejando en claro este inconstante capricho humano de querer fugarse al corte certero de su guadaña. Ya que, además de todo es misteriosa e insondable, deja en cada trabajo el halo de destino manifiesto, como advirtiendo de su capacidad de tejer tramas llenas de enseñanza.
Un ejemplo, tres amigas inseparables se dejan de ver, el reencuentro se da en la boda de una de ellas, nuevamente las circunstancias las alejan, nunca más estuvieron juntas, la recién casada está embarazada, la otra se acaba de casar, la tercera ha conseguido un buen trabajo. Tiempo después, ésta última, se entera que ha fallecido una de las tres, la otra ha dado a luz, todo esto el mismo día, mientras se apagaba una existencia, nacía al mundo otra.
¿Acaso la muerte planeó esto? Acaso, como se preguntaba Ayocuan: “¿He de irme como las flores que perecieron? ¿Nada quedará de mi nombre? ¿Nada de mi fama aquí en la tierra? ¡Al menos mis flores, al menos mis cantos!”
Sólo la poesía, sólo la belleza y la bondad de nuestros actos cotidianos, perpetuarán la persistencia de nuestra alma en este mundo. El recuerdo que heredemos, obedece a nuestro estar y nuestro ser, de nuestro proceder dependerá la ofrenda, las luces y las flores amarillas en nuestro honor, extintos pero en vigilia, escucharemos las voces de los vivos rememorándonos con cariño o con desprecio.
Nada nos exime de nuestro fin, pero podremos aspirar a no extinguirnos del todo si jamás dejamos de anhelar a que en un día de muertos cualquiera, alguien nos encienda una veladora, nos ofrende flores y nos cocine nuestros más añejos antojos y así con nuestro nombre en la frente de una calaverita de azúcar, porque finalmente cada acto nuestro puede ser el último, “pues no hay hora en que yo no muera”, en que todos muramos sin cesar.
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