El día que me volví charrocker.

Llegué corriendo hecho la mocha a casa de mi mejor amigo Sergio, gritaba buscándolo:
-Enano, enano. ¿Dónde estás?.
Su hermana Verónica, asomó la cabeza por la puerta de la cocina, de ella alcanzaban a salir las notas edulcoradas de una rolita de Flans: “...Te conocí en un bazar, un sábado al mediodía...”, acompañadas, obvio, de sus gorgoritos sabatinos que intentaban alcanzar las notas de dicha melodía.
-Hola, ¿estás buscando a Sergio? -se detuvo en su tatarear desafinado para cuestionarme con una voz de fresa que hasta me enchinó el cuero.
-Obvio, ni modo que a quién. -Devolví con sarcasmo la respuesta para agregar -¿Dónde esta el “chaparral”?.
-Pues ha de estar todavía acostado, con eso que ayer te fuiste bien tarde.
Remató esto al mismo tiempo que se trataba de fijar con aqua net fija punk, su fleco de 20 centímetros que por encima de la coronilla la acercaba, al menos en su mente, al estilo de Ilse, Mimí o Ivonne.
-Ok, voy a su cuarto, oye Vero, chido tu relajo y tus greñas, como para que salgas en esos bodrios de estrellas de los 80’s o mínimo en X-E-Tú.
Indignada torció la boca y me repeló, con la lengua más enredada aún por el coraje:
-Pues al menos salen en la tele, no que los grupos que escuchan ustedes ni en el radio los pasan, nacos.
-Fresa.
Le saqué la lengua y me di a la tarea de subir de dos en dos la escaleras que llevaban al cuarto de mi amigo.
Abrí de sopetón la puerta, empujándola ruidosamente, salté a la cama de Sergio, mi mejor amigo, “El enano”, “El chaparral”, “El tranvía” -porque no llegaba al Metro-, en fin, mi pequeñín camarada con quien compartía todo lo que cualquier quinceañero vive en su vida diaria.
Ese sábado en particular había llegado uno de los días más importantes, ir a un concierto de rock, no cualquiera, no, ir a ver a Botellita de Jerez, sacerdotes máximos del guacarock.
-Órale wey, levántate, no ves que hoy es el concierto de los botellos en la Gandhi. Intentó abrir sus ojos despegando sus chinguiñas, limpiando la baba que cubría medio cachete y con un grito rockero, se incorporó.
-Wey, no mam’s, nuestra primer tocada de rock juntos -rugió el buen Checo y acto seguido, saco de su funda morada con garigoleadas letras, la negra tortilla de acetato que en sus surcos guardaba la neta del planeta del rock mexicano.
-Ok, ok, vine para que no te me fueras a echar pa’tras, como cuando íbamos a ir a ver a Queen a Puebla y el día antes tu jefe no te dejó ir a esa orgía de rock y perdición-reproché a mi buen compadre.
No dijo nada y comenzamos a cantar a coro y con todo nuestro furor rockero, la bella letra de Oh Dennys, no la hagas de Tok’s en Wings, yeah baby, porque to Vips or not to vips, that’s the Woolworth.
La mayor parte de la tarde se nos fue en prepararnos, en adornar nuestros atuendos rockeros, los chalecos de mezclilla, playeras de algodón, jeans entubados con estoperoles a los lados como si fuera una vestimenta de charro, o mejor dicho de charrocker y el infaltable walkman.
Al fin dieron las 5 de la tarde, hora que escogimos para salir a nuestra gran aventura, ya sé que ir de Tlalpan a San Ángel no es la gran cosa pero, sin papás, sin hermanos mayores, solos, eso era pura vida.
Abordamos el delfín en Insurgentes sur, Ruta 17 que corre de La Joya a Indios verdes.
-A ver brother, ahora sí ponte en tus walkman el cassete del disco, el que grabamos ayer para esta insigne ocasión.
Sergio sonrió y dio play, para que montados en la parte trasera del destartalado y amarillento camión, ahí donde solamente los valientes se atreven, emprendiéramos el camino hasta Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo.
Y ahí vamos gritando nuestras rolas, mirando la avenida como si fuera una carretera que nos llevaría a otra dimensión.
Bajamos en el monumento a Obregón, ese que tiene la mano del mismísimo general sonorense, chale, la historia patria y sus reliquias son parte de un pasado que nada tiene que ver con nuestras quince primaveras y los canticos rockeros de nuestros ídolos.
Llegamos a la librería, con sus estantes de madera repletos de ejemplares y como siempre sucede en los sábados atascada de gente, entonces vemos el cartel que anuncia que a las 7 de la noche, Botellita de Jerez, se presentará en un concierto en el foro de la librería.
Emocionados chocamos las manos, gritamos, nos reímos como loquitos, se había llegado el momento de estar escuchando juntos nuestras rolas favoritas. Obviamente nos acercamos a la caja donde se vendían los boletos, son 50 pesos, dice la señorita mirando nuestros falsos tatuajes, que emulan a los de el Uyuyuy o del Mastuerzo o del Cucurrucucú, y poniendo atención a los botones que adornan las solapas de nuestros chalecos.
-Vas wey, paga -le digo a Sergio.
Mete sus manos en los bolsillos, su rostro alegre se pone nervioso, y como cada que pasa eso, la parte superior del labio se le humedece con pequeñas gotitas de sudor.
-¿Oye wey no te di la lana? -Me pregunta ya realmente alarmado.
-No pinche enano, tú lo guardaste, dizque porque eras una pinche cajita de seguridad.
-Wey se me hace que los perdí.
-No me chingues.-alcancé a decir.
Los que estaban detrás de nosotros en la fila nos apuraron hasta el punto que tuvimos que salirnos de ella.
Como siempre que salíamos yo me hacía cargo de la lana de los ruta 100, o le pedía el abono del transporte a mi hermano más grande, así que solamente con 6 pesos en el bolsillo nos resignamos a regresar a casa sin cumplir nuestro destino. De pronto, una camioneta vieja se estacionó cerca de la entrada de la librería y detrás un vochito donde estaban, oh sí, los integrantes de Botellita de Jerez en persona. La tristeza se tornó de nuevo en púber euforia, nos acercamos, y un segundo antes de pedirle un autógrafo se me iluminó el rostro.
-Hola, que chido conocerlos en persona, -dije a los tres y les mostramos nuestros tatuajes como si fueran la insignia que nos identificara como miembros de la misma secta o algo así.
Los tres sonrieron y al unísono, o casi, nos propusieron, oigan quieren ayudarnos con los instrumentos.
Volteé a ver a Sergio, la emoción únicamente nos permitió decir un ajá entusiasta. Y comenzó la chamba, bombo, bajo, amplis, lira, tarola, platillos, micros, bases para micros, toms de aire, pedales, wow, en nuestras manos teníamos las materias primas con que Botellita de Jerez creaba la música que a nosotros nos hacía sentir rebeldes, distintos, rockeros y vivos.
Al terminar, sudorosos pero felices les dimos las gracias.
-Oigan pero se quedan a la tocada, ¿No? -preguntó el Mastuerzo.
Bajamos la cabeza con pena para negarlo.
-Es que aquí el Chaparral perdió la lana que teníamos para los boletos -dije compungido.
Entonces el Uyuyuy, dijo -pues no hay pex, se ganaron su entrada cargando el equipo, vénganse.
Subimos detrás de ellos, el último en entrar fue el Cucurrucucú, y el encargado del foro nos detuvo para preguntarle al grupo.
-Éstos chavos vienen con ustedes- Sergio y yo contuvimos la respiración, y respondieron.
-Sí son nuestros secres -el tipo sonrió y nos franqueó el acceso.
Ya adentro, vimos el sound check, nos firmaron nuestras playeras y después de esto nos volvimos los charrockers número uno de todo Tlalpan y pueblos circunvecinos.