Renato Leduc, poeta nocturno, bohemio irredento y Tlalpense histórico.

Soy urbano, vivo en la Ciudad más surrealista del mundo, convivo con casi 22 millones de seres humanos, tantos como historias pudo imaginar la mente más maniática y esquizoide. Estoy orgulloso de haber nacido chilango, de haber nacido en lago pétreo de Tenochtitlan, lugar donde desde hace miles de años almas, condenados y aparecidos, cada noche aúllan su inenarrable pena. Y además, soy de Tlalpan, un rincón en el sur de esta mega metrópolis, enclave mitad urbano, mitad rural, mitad mestizo, mitad indígena, mitad mito, mitad historia.
Y aquí, en pleno corazón del Centro de Tlalpan, hay una placa adosada al muro de una vieja casa. En ella, se atestigua que Renato Leduc nació precisamente en ese lugar en 1897, nada contradice el sino del poeta, hoy en la parte baja de esa antigua residencia, se asienta la cantina “la Jalisciense”, como especie de homenaje a su existencia bohemia, cantinera, romántica, mujeriega, bronca rayando en lo mítico.
Renato Leduc, poeta lúdico, en su obra amalgama momentos sublimes, de plena metáfora junto a la belleza de lo soez; la figura retórica, poderosa y demoledora de su críptico lenguaje. Su obra-vida encierra esa travesía vital, en los humanos decimonónicos la acción era imperativa: de telegrafista en el ejército de Villa, a periodista irredento; de andariego en la vieja ciudad de México a taurino irremediable; de las noches excesivas en los cabarets más sórdidos, al salón palatino lleno de borrachines “cachorros de la Revolución”; del aserrín de la cantina y el abrazo con el andrajoso con olor a pulque a la amistad de Peret y Breton. Renato Leduc supo nutrirse de las venas zafias de la urbe del siglo pasado, que va del desenfadado verso satírico a la solemnidad de los “Poetas, presos de sus propios horarios”, escribiría él mismo.
Y en medio de tantas revueltas, viajó al ojo del huracán y nunca volvió sino para escribir más versos, más poemas, más epítetos contra la refinada sabiduría de los Contemporáneos. Nunca fue adepto al culto de la personalidad, eso le confirió un aura aniintelectual, pugna claramente enfrentada contra este grupo, y a pesar de ello, logra en su poesía una mezcla extraña, adusta y rítmica, palabrota y palabra cristalina.
Si no por altivez, por desencanto
Imitemos el gesto del océano
Monótono y salobre.
Contrapunto a esto, su poética erótica suena fuerte, arde en los oídos de las señoras de la vela perpetua, enfrentamiento a las buenas costumbres uruchurtianas, Leduc nos muestra, no sin humor esa cara:
Y es que se largan las cejas
Mientras se pierde la vista.
Ya no te pelan las viejas
Ni logras una conquista.
Monsiváis, afirma: “conoce de manera exhaustiva los recursos lingüísticos, y consagra su impecable oído literario al propósito del juego”. Su proverbial personalidad festiva, rechazaba la solemnidad ajada del vate, a cambio amigos y tragos, arrabal y palabrota.
De Tlalpan, parece ser nutrido por su límpido aire; por su tradición en el siglo XIX de ferias, juegos, bailes, jolgorio; su genio es incluso reconocido por el mismo Octavio Paz: “No fue un vate de cantina, poco dotado, sino un gran dominador del lenguaje poético, que huía de lo trascendente por una mezcla de timidez y arrogancia”.
Arrogancia, que aparenta humildad, el poeta de Tlalpan está aún tomando un ron, un tequilita en las mesas de “La Jalisciense”, gritando leperadas a la luz del día y esperando las penumbras de la noche para nutrir su lírica oscura; en las arboladas calles de la Ciudad, de Tlalpan, toma la melancolía y el temperamento, esperando ebrio de alcohol y luz de luna, a que lo despierten las campanadas de la misa de seis, para endilgarles a los feligreses un soneto lleno de sarcasmo, rebeldía y lóbrego significado.
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